Como parte de mi trabajo como CEO, considero que es importante, de vez en cuando, revisar en detalle el funcionamiento de algún proceso clave para la empresa: el proceso de cierre de ventas, algún proceso de seguridad, o quizá el detalle de la contabilización de gastos de algún proveedor muy significativo.
En esas revisiones, con frecuencia pregunto a mis compañeros por qué el proceso se ejecuta de ese modo: ¿por qué un rappel lo contabilizamos en este momento y no en otro?, ¿por qué es el consultor y no el responsable de ventas quien tiene que responsabilizarse de la versión final de un documento?, etc.
Y, en esos casos, con más frecuencia de la que a mí me gustaría, recibo la siguiente respuesta: “No sé, siempre se ha hecho así”.
Suspiro …
¿Por qué se producen ese tipo de respuestas? Creo que todos sabemos que, en general, la inercia no es nunca una buena razón para justificar el por qué de las cosas. Entonces, ¿por qué ocurre esto?
Una respuesta cínica a la pregunta anterior sería “porque la gente no se interesa”, “porque la gente no se preocupa”, “porque la gente no es capaz”. No voy a decir que, en algún caso muy puntual, no sea así - pero en mi experiencia las personas con las que trabajamos tienen todas interés en hacer las cosas mejor, y se preocupan por su trabajo.
Así que, ¿por qué una persona que, de forma general, se preocupa por su trabajo, responde algo como “no sé, siempre se ha hecho así”, en vez de preocuparse proactivamente de mejorar un proceso?
La “impotencia aprendida”
La “impotencia aprendida” se produce cuando una persona considera que es imposible escapar de una situación negativa, y por lo tanto renuncia a intentar nada nuevo. Por ejemplo, un estudiante que suspende siempre podría aprender que “haga lo que haga” no va a aprobar, y dejar de esforzarse.
La impotencia aprendida es un concepto que puede tener consecuencias graves, como la depresión, pero, sin llegar tan lejos, creo que explica ciertos comportamientos que todos vemos en nuestras empresas.
El concepto se desarrolló inicialmente a partir de experimentos con animales. A dos perros se les daba un pequeño electroshock al mismo tiempo. Uno de ellos aprendía que, tocando una palanquita, el shock desaparecía; el otro también tenía una palanquita, pero al pulsarla no ocurría nada, el shock seguía hasta que el otro perro tocase su palanquita. Por lo tanto, el segundo perro aprendía que recibía shocks aleatorios y que no podía hacer nada para que parasen.
A continuación a cada perro se le puso en una caja distinta, con dos lados separados por una pequeña valla facil de saltar. Se aplicó un shock a lado en el que estaban los perros. El primer perro, el que había aprendido que el shock podía pararse, pronto aprendió que, símplemente saltando al otro lado, le bastaba para escapar del shock. El segundo, que había aprendido que no había forma de escapar del shock, ni siquiera intentaba saltar, y se quedaba sufriendo hasta que el shock se paraba sólo.
La impotencia aprendida en la empresa
En mi opinión, en las empresas se crean, con frecuencia, situaciones que fomentan esa actitud de tirar la toalla, y de no intentar cambiar el statu quo:
Aplicaciones software que funcionan mal y que los usuarios no tienen ningún poder para cambiar ni mejorar.
Procesos innecesariamente largos o complejos cuya modificación nunca se prioriza.
Instalaciones mal mantenidas.
Sugerencias de mejora que caen constantemente en saco roto.
Etc.
Las situaciones anteriores van más allá de cada caso concreto: si varias de esas situaciones se repiten, como trabajadores empezamos a internalizar la cultura de que “no hay nada que hacer”, y dejamos de intentar mejorar.
Cómo revertir la situación
Es innegable que en una empresa siempre hay cientos o miles de tareas, de cosas que arreglar, de proyectos que compiten por atención - y no se puede hacer todo a la vez y menos aún de forma rentable.
Aún así, siendo conscientes de esa limitación, es responsabilidad de los líderes de la empresa - desde los jefes de equipo hasta el CEO - luchar contra el establecimiento de una cultura de “impotencia aprendida”. O, mejor, poniéndolo en positivo: es nuestra misión establecer una cultura en la que todos los miembros de la organización perciban que tienen la capacidad de cambiar las cosas.
Como cualquier cambio cultural, es un cambio que lleva tiempo, meses o incluso años. Y además es un cambio complejo de implantar, puesto que no basta con enviar dos emails y poner cuatro carteles - los cambios culturales resultan de una comunicación exhaustiva, repetitiva y, sobre todo, de dar ejemplo y tener un comportamiento consistente y sostenido empezando por el CEO, siguiendo por los directores generales, y descendiendo por toda la organización.
¿Qué cosas podemos hacer?
Trabajar en educar y dar poder a los equipos (y tiempo y presupuesto) para que ellos mismos puedan implantar cambios en sus propios procesos y herramientas, sin depender de la “priorización aleatoria” de una tercera parte.
Priorizar la mejora de ciertas “molestias crónicas” que a lo mejor son pequeñas (y por eso no se han priorizado nunca) pero que llevan tanto tiempo que ya forman parte del paisaje de la organización.
Fomentar el pensamiento crítico, aprovechando reuniones de seguimiento, “one on ones”, etc. y pasar el mensaje que hay que evaluar constantemente el por qué de las cosas.
Y, por supuesto, liderar con el ejemplo: mostrar interés genuino en entender los procesos, escuchar activamente las explicaciones y frustraciones, apoyar públicamente las iniciativas de mejora (incluso las pequeñas), y ser el primero en cuestionar el statu quo de forma constructiva.
Y eventualmente el “no sé, siempre se ha hecho así” desaparecerá.